actividad 6-7 taller 2 tecnologia
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El cielo nos ve
Desde tiempos inmemoriales, los habitantes de la isla de Virelia habían temido mirar directamente al cielo durante la Luna de Sangre. No era un miedo sin fundamento: generación tras generación, los ancianos contaban la misma historia, susurrada con voz temblorosa al caer la noche.
Decían que, cuando la luna se teñía de rojo, un ojo colosal se abría entre las nubes —un ojo que no pertenecía a dios alguno, sino a una conciencia antigua, olvidada por la humanidad, pero que jamás olvidó a los hombres.
Cada cien años, el cielo abría su ojo. Nadie sabía exactamente qué buscaba, pero siempre, tras esa noche, alguien desaparecía.
Narella era una astrónoma rebelde, hija de pescadores, criada en las costas del norte. Nunca creyó en las supersticiones, ni en los cuentos que los ancianos usaban para controlar al pueblo. Cuando el ciclo celeste anunció la llegada de una nueva Luna de Sangre, ella se preparó para observar el fenómeno con sus propios ojos, sin temor.
Armó su telescopio en lo alto del acantilado y esperó. La noche cayó, las nubes se congregaron, y el mar se volvió oscuro como tinta. Entonces, sin previo aviso, una luz rojiza emergió del horizonte y se extendió por el cielo.
Lo que Narella vio no podía explicarse con ciencia. La luna no solo brillaba roja; en su centro se formó un ojo gigantesco, perfectamente delineado, cuyos bordes palpitaban como si respiraran. Un iris púrpura giró lentamente hasta enfocar su pupila negra sobre ella. El aire se volvió denso, inmóvil. Los pájaros callaron. El mar se congeló en su vaivén.
Narella no pudo apartar la mirada.
Una voz, o algo parecido a una voz, retumbó dentro de su mente:
“Ya es tiempo.”
De repente, su cuerpo se volvió liviano, su visión se nubló, y su conciencia fue arrastrada hacia arriba, más allá de las nubes, hacia el ojo que todo lo ve. Lo último que sintió fue una mezcla de terror y éxtasis, como si la verdad del universo le hubiese sido revelada en un solo instante… y luego, el olvido.
Al amanecer, el pueblo encontró su telescopio caído en el acantilado, pero de Narella no quedó ni rastro. Solo una nueva estrella apareció en el cielo esa noche, parpadeando débilmente de color rojo.
Desde entonces, los ancianos no advierten solo con miedo, sino también con respeto:
“El cielo nos ve… y cuando lo hace, no solo observa. Elige.”
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